2 de enero de 2011

pasión en secreto



Ella sentada en una cantina, de esas donde hay sólo un baño y donde el agua se hace extrañar, lloraba la muerte del quien en vida fue Manuel Mendoza, su amante. Acompañada de una cerveza bien al polo recordaba lo intenso que fueron los encuentros con Manuel. Las lágrimas corrían por el rostro de ella, no se contenía. Un vaso, dos vasos, tres; una cerveza, cuatro botellas, poco a poco el alcohol invadía su cuerpo y su mente. Los recuerdos comenzaban a nadar.
Conoció a Manuel aún soltera. Ella tenía 17 años cuando en su fiesta de promoción se lo presentaron. Fue flechazo, ¿quién sabe?, pero nadie se imaginaba que meses después ellos entrarían a un cuarto de hotel a saciar su apetito de bajas pasiones.
Nunca se les vio juntos. Manuel tenía su enamorada y ella el suyo. Sin embargo, su relación comenzaba cuando sus parejas se ausentaban. No había palabras, solo besos y caricias. No era amor, era pasión. Ella y Manuel disfrutaban de eso. Era solo un momento en donde juntos se iban del mundo, y cuando terminaban volvían a ser normales.
Llegó sus 20, tenía enamorado, y estaba realmente ilusionada con él. Pero, al ver a Manuel se olvidaba de todo, y sólo quería estar entre sus brazos. Él sentía lo mismo. Ambos un tiempo estuvieron solteros. Se siguieron frecuentando, pero en esos encuentros lo último que había era amor. Su rincón secreto, un hostal en medio de la ciudad, perfecto, por su oscuridad, al caer la noche. Nadie los veía, entraban y salían a la hora que querían. Su habitación preferida, la 07. No era la alcoba de los reyes, pero tenía una cama y un baño, suficiente para soltar su deseo y arder juntos como si de un volcán se tratase.
Manuel siempre daba el primer paso: la besaba. Recorría su cuello lentamente hasta llegar al punto que colinda con su oreja. Su lengua se encargaba de hacer la magia. A ella se le ponía la piel de gallina cada vez que él hacia eso. Era su turno, ella se acostaba sobre él, y con la delicadeza de una sirena se transportaba sobre su cuerpo y poco a poco perdía las prendas que cubrían su blanco cuerpo. A él lo dejaba descubierto. Todo desaparecía, entre ellos no había muralla, pared o tela que los separe. Ella llevaba su boca hasta el punto más sensible de Manuel, se quedaba minutos jugando ahí mientras él gozaba en silencio. Ahora el turno de él. La sentaba entre sus piernas y comenzaba el jolgorio. Ella gemía, sus gritos tumbaban las paredes de la habitación de 20 soles. Sudaba, pero Manuel aún seguía domado. La amazona cada segundo que pasaba se enloquecía más. Ahora él ya no gozaba en silencio. Ambos gemían, clamaban, suplicaban, imploraban  y se afligían. Ninguno podía parar.
Momentos como estos los repitieron por innumerables veces. Pero seguían siendo amigos, íntimos, pero amigos a final. Ella se volvió a enamorar, ahora tenía 26 años y Manuel 29. Él tuvo que salir del país, por un año no se vieron. Cuando volvió, ella estaba haciendo los preparativos para su boda. Pero el reencuentro fue fatal. Manuel la vio y sin dudarlo se acercó y la abrazó, ella no opuso resistencia, lo beso, como hace un año no había hecho. Volvieron a caer entre las sabanas de un cuarto de hotel.
Pasaron cinco años, ahora ambos estaban casados. Dejaron de verse por un tiempo. Al parecer la pasión se ausentó, sin embargo una noche de 30 de diciembre se reencontraron. Fue casual. Ella estaba con su esposo haciendo compras en un centro comercial. Manuel también. De repente, ella estaba al costado de él con un papel en su mano. “Llámame” ‘y un número de celular’. Eran las 6 de la tarde, había pasado una hora desde que se vieron en el centro comercial. La llamó. Ocho de la noche, y después de muchos años se encontraban de la mano entrando al hostal que antes los había acobijado.
Pero esta vez la pasión, excedería sus propios límites. Todo este tiempo que no se habían visto, ella pensaba que nunca iba a poder sacar de su pensamiento a Manuel, y sólo había una forma, terminar con su existencia. En la mitad de una partida de gemidos ella estaba boca abajo y él encima. Manuel no se había dado cuenta que cuidadosamente ella había metido un cuchillo debajo de la almohada. En sólo cuestión de segundos, se dio vuelta y el cuchillo atraviesa el corazón del hombre que por tantos años la había hecho feliz.
Se lavó la sangre que quedó en su cuerpo. Y salió del hotel con la tranquilidad de siempre. Había puesto fin a muchos años de pasión. Ahora ya podía volver a ser normal y vivir con sus hijos y esposo. Un vaso de cerveza iba a venir bien para antes de llegar a casa y comenzar a disfrutar su  nueva vida. Pero la pena se mezcló con la culpa y el alcohol rebalsó el vaso que contenía existencia. Comenzó a tomar conciencia de lo que había hecho, Manuel Mendoza estaba muerto. Y ella gritando, llorando, suspirando a todo el mundo el aberrante final.  

Perro Siberiano

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