18 de octubre de 2009

Un niño en el camino


Era el mes de octubre del año 1982, y el jefe del SENAMHI PIURA ofrecía declaraciones alentadoras que daban aviso al fin de la sequía “estás lluvias son aviso de un próximo año favorable para la agricultura en la región”; al mismo tiempo, en el hospital, a doña Amalia le anunciaban la llegada de su primer niño.

Llegaba el año 1983, las celebraciones de un nuevo año próspero en la región se daban por todo lo alto. Las ligeras precipitaciones pluviales regaban los campos de cultivo, y a la vista una alentadora cosecha, que no sólo alegraba a los agricultores, sino también a las amas de casa, quienes no se preocuparían por guardar “pan para mayo”.

Doña Amalia fue una de esas amas de casa. Domiciliada en el populoso barrio de Pachitea y con un niño en el vientre, no se imaginaba lo que estaba por venir. El mes de enero mojaba casi todos los días las calles de Piura, pero ella no le tomó mucha importancia, hasta que un día, cuando enero llegaba a su fin, al despertarse de dormir y buscar sus sandalias para levantarse de la cama, no encontró más que agua debajo de su colchón.

Con cinco meses de embarazo, doña Amalia comenzaría a vivir lo peor. Era domingo, día de mercado. Llevaba un bolsón de paja listo para ser llenado. Llegó al puesto donde siempre compraba, primero pidió unos kilos de arroz, este había subido de precio, lo mismo pasaba con el aceite. Caminó hacia a otro puesto en busca del precio más económico, ahora preguntó por el azúcar: “no hay azúcar, las pistas están bloqueadas por las quebradas” le respondieron. El bolsón llegó casi vació, solamente unas latas de atún en su interior.

Marzo fue el peor mes. No había querosene para encender las cocinas ni mucho menos caramelos para endulzar el café. El fluido eléctrico de la ciudad se suspendía todas las noches a partir de las siete y no había otra forma de entretenimiento que reunirse con la familia a contar historias o contar los rayos que aparecían en el cielo, como película de ficción. Un día de marzo, en el barrio de Pachitea, aparecieron varios cadáveres flotando sobre las aguas: una parte de la pared lateral del cementerio San Teodoro se había venido abajo los ataúdes parecían barquitos de cuerpos inertes tratando de escapar de la inundación.

Doña Amalia recibiría una visita inesperada. Un amigo le llevaría un pequeño saco de azúcar, cinco kilos que fueron para ella una tonelada. Ahora ya podía endulzar su café. En los días siguientes recibiría más visitas, pero ahora de vecinos que venían a implorar una cucharita de azúcar para la leche sus hijos. Amalia no se podía negar a dicho requerimiento. Tanto era la angustia por la sacarosa que le llegaron a ofrecer hasta cinco mil soles (de la época) por un par de kilos. Al parecer doña Amalia era la única que tenía azúcar en todo Piura, porque no sólo sus vecinos tocaban la puerta en busca del azúcar, sino también gente de otros lugares de la ciudad. ¿Cómo se enteraron de su azúcar? es lo que se pregunta hasta hoy.

La gente se había acostumbrado a vivir sobre el agua. Las plagas no se hicieron esperar. Los mosquitos invadían la ciudad, el olor del palo santo para ahuyentarlos, se había hecho costumbre en la casa de doña Amalia. Las ranas, del tamaño de un balón de futbol, habían tomado por asalto las calles. Para le gente que se transportaba en autos era común escuchar “cluc cluc cluc” al pasar por las pistas: eran las ranas que reventaban cuando las llantas de los carros les pasaban por encima. Los grillos, silbadores nocturnos, saltaban por encima de las camas cuando la gente intentaba dormir. Las ratas salían del inodoro debido al colapso de los desagües. La ciudad estaba a punto de perder la lucha por la supervivencia.

En mayo, cuando doña Amalia tenía ocho meses de gestación, la ayuda empezó a llegar. Toda la gente era empadronada para poder recibir los víveres donados desde la capital y el extranjero. El control era riguroso, cuando la doña fue a recibir lo que le tocaba, necesitó colocar su huella digital y su firma, además, se le colocó en el brazo dos sellos, como signo de seguridad para que no recibiese dos veces la donación. El paquete consistía de latas de atún, algunos kilos de azúcar y arroz, latas de leche, botellas de aceite y galletas de soda. Lamentablemente aún no tenía querosene para poder encender su cocina.

Piura era tundida por los embates de la naturaleza y doña Amalia era sometida a los dolores del embarazo. Corría el mes de junio las lluvias se habían calmado un poco. Una noche la doña conversaba con su vecina: “mi niño terminará con el niño, ya verás” fue el comentario a manera de broma de doña Amalia. Era veintitrés de junio, y la del “eterno calor” no soportaba más agua, pero un aguacero se volvía a presentar en la ciudad. Al siguiente día con los dolores del preparto, la doña caminaba rumbo al hospital al otro lado del río, cruzó el puente Sánchez Cerro a toda prisa sin darse cuenta que el agua lo rebasaba, entró por emergencia y horas más tarde daba a luz. Ese día no llovió, ni al día siguiente. A partir de ese entonces todo volvería a la normalidad, caían lluvias, pero que quedaban cortas al lado del las precipitaciones de los meses pasados. Doña Amalia cuando volvió a ver a su vecina le dijo: “viste, este es mi niño”.