11 de julio de 2009

La reina que... CAPÍTULO IV


En el palacio de la Reina había un lugar predilecto donde todos los invitados querían entrar: La cocina real. ¿Por qué querían visitar este lugar del castillo? Todas las personas que eran invitadas por la Reina, siempre quedaban encantadas con la deliciosa comida que ahí preparaban. Es por eso que todos los invitados querían conocer a la dueña de esta deliciosa sazón: Una dulce cocinera.

Cierto día un buen amigo de la Reina llegó de visita. Este amigo no era ni un rey, ni un príncipe, mucho menos ostentaba un título nobiliario. Era un joven más que vivía lejos del reino, independiente, aventurero y conquistador sin suerte. La Reina lo recibió con los brazos y lo alojó por unos cuantos días en su palacio.

Como era de esperarse a este buen amigo de la Reina también le gustaron las delicias que provenían de la cocina real, pero aún no despertaba en él la curiosidad por conocer a la hacedora de estos manjares.

Un día este buen amigo cuando regresaba de dar un paseo por las tierras de la Reina, se encontró en el camino con una muchachita, a quién le preguntó a qué lugar se dirigía, la muchachita le respondió: Al palacio. La muchachita aceptó el ofrecimiento del joven a llevarla hasta un lugar determinado cerca al castillo, ya que el muchacho seguía su paseo por otro camino.

Casi todos los días el buen amigo de la reina tomaba su paseo por el mismo lugar de siempre, es que ya sabía que a esa misma hora pasaba la muchachita con una canasta llena de frutas y verduras que traía del mercado del reino. Sin embargo, a pesar de ver la canasta llena de ingredientes de cocina, el amigo de la reina no se daba cuenta que se trataba de la cocinera del palacio.

Los encuentros ya se habían hecho comunes entre la muchachita y el joven. Un día como cualquier otro, el joven, impulsado por la curiosidad de saber hasta dónde podía llegar la dulzura de la muchachita, decidió besarla. En los pocos segundos que duró este acto voluntario por un lado e involuntario por el otro, el joven experimento una sensación que no se le presentaba hace buen tiempo. El amigo de la reina, acostumbrado a la vida aventurera, pocas veces había sentido lo que sintió en ese momento, y por miedo a ese sentimiento decidió alejarse lo mayor posible de ella. Esto no iba a ser tan fácil…

La muchachita no comprendía por qué el joven la había besado. Este se dejó llevar por la curiosidad, pero esa curiosidad se transformó en otra cosa cuando estas situaciones se repitieron más de una vez. El buen amigo de la reina seguía sin saber que la dulce muchachita era la cocinera del palacio.

Pero un día lo averiguó. La reina ofrecería una fiesta, en donde la atracción sería los mejores platos que se preparaban en el reino. La noche de la fiesta llegó. La comida y bebida se repartía por a montones. La gente se había empachado de tanta delicia que comía. En este momento despierta la curiosidad del amigo de la reina por conocer quién era la hacedora de dichos banquetes. El amigo se dirige a la cocina y cuando entra observa de espaldas a una cocinera, el joven sin hacer ruido se dirige atrás de ella y con un pequeño susto esta voltea…


CONTINUARÁ


1 de julio de 2009

El árbitro


El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.

Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge.

Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden. Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuerda a su madre. Y sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.

A veces, raras veces, alguna decisión del árbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían que inventarlo si él no existiera. Cuanto más lo odian, más lo necesitan.

Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores.


Extraído del libro "EL FÚTBOL A SOL Y SOMBRA" de EDUARDO GALEANO