1 de diciembre de 2009

Fuera de mi vista


Desquiciado, esa es la palabra que mejor define lo que soy y como me siento. Algún día tuve una casa y alguien a quien obedecer. Pero ahora me encuentro solo en esta gran ciudad, durmiendo en plazas, buscando algo que comer entre las basuras y bebiendo la vida en vertederos. A nadie le extraña mi presencia, porque ya soy parte del paisaje.


Es duro acostumbrarme al clima de la calle, cuando antes mi cuerpo se acobijaba cómodamente en una cunita de algodón, ahora lo máximo que tengo para proteger mis restos de las inclemencias del frío es un cartón chamuscado. Desde ayer tengo una herida que dificulta mi caminar, una pandilla de vagabundos me atacó cuando salía de un callejón donde hurgaba entre los desechos mi alimento del día.


La semana pasada cuando caminaba —en esta situación se camina sin rumbo, se debe aceptar lo que el destino te tiene marcado— pasé por una casa que me hizo recordar al hogar que algún día me acogió. Tenía una fachada de color amarrillo en donde tantas veces grabé con mi dorada marca un territorio protegido. Esa puerta de madera, tiene marcas, como las huellas que deje alguna vez a causa de mi desesperación por querer entrar las veces que me quedaba afuera después de perseguir el carro de mi amo cuando se iba al trabajo.


Recordé también los buenos momentos que pasaba con Kevin. Él, hasta antes de mi destierro, no pasaba de una década de vida; siempre se acercaba, acariciaba mi cuerpo, algunas veces me dejaba jugar en su cama, pero siempre yo salía corriendo para que su padre no me diera de palmetazos: era parte de la diversión. La última imagen que tengo de Kevin es la de un niño ahogado en las lágrimas, impotente de perder a su mejor amigo.


Por qué ya no estoy con él? ¿será que estoy pagando caro un defecto de mi ya avanzado tiempo de vida? Mi conducta comenzó a sufrir los trastornos típicos de mi edad, es por eso que la reacción de ese fatídico día fue totalmente involuntaria.


Era lunes, como de costumbre mi amo se iba temprano a trabajar y yo seguí el auto hasta perderlo de vista. Regresaba con un trote lento hacia la casa y a lo lejos, en la puerta, avisté la figura de una persona con un palo entre las manos, además, pude ver que esta figura, borrosa ante mis ojos, se acercaba a Kevin. Un misterioso recelo nacía en mi interior. Por simple instinto y por defender a mi querido niño, corrí hacia esa desconfiada silueta. Salté con furia. Segundos después mis colmillos estaban lastimando la mano que alguna vez me dio de comer. Demoré en reconocer la voz del quejido: era mi ama que gritaba ¡Auxilio!


Pasaron dos días de mi terrible atentado, los cuales pasé amarrado a una cadena de fierro reforzado. Y en la puerta, mi amo pegaba un letrero que decía: Se vende perro Siberiano ideal para guardianía de chacra, preguntar aquí lo más pronto posible. Pero parece que a nadie le interesaba, que bueno por mí. Cuando comenzaba ver una luz de esperanza de que me soltasen de esta merecida condena, ese mismo carro que seguía siempre todas las mañanas, ahora me llevaba en su interior. Ver a Kevin llorar desconsoladamente me hizo sentir el peor animal de este mundo, ver a mi ama con una venda en el brazo hizo que mi corazón se resquebrajara. Llegamos a un lugar descampado. Bajamos del auto. El amo me acarició la testa. Regresó al carro, y a toda velocidad se alejó de mí, corrí y corrí, y una vez más perdí el auto de vista: esta vez para siempre.


No hay comentarios: